Hoy estoy un poco deprimida. A veces en el trabajo nos equivocamos, no lo hacemos con mala intención, ni mucho menos. De hecho, siempre somos plenamente conscientes de que todo lo que hagamos de manera incorrecta deberá ser repetido.
Nos molesta especialmente corregir los errores ajenos, especialmente cuando no te piden disculpas por haber incurrido en un error que afecta a tu trabajo y que tienes que subsanar tu.
Pues bien, ayer me tocó resolver un error que no había cometido yo pero que supuso encuadernar de nuevo nada más y nada menos que 30 copias de un documento. Además de mi esfuerzo, lamento la pérdida de papel y de recursos de la empresa. Ni una disculpa, ni unas palabras de agradecimiento.
Hoy me ha tocado recibir la lista de mis faltas, esta vez de forma detallada y exhaustiva. No es que no lo esperase, es que no lo veo demasiado justo. Todo lo que hago mal, a pesar de ser una pobre becaria malpagada, (como tantas otras) sin formación previa y sin ganas de formarme por parte del departamento.
En lugar de enfadarme he decidido pensar aquello de C´est la vie y seguir a lo mio. Se repetirá lo que haga falta y lo que no se quedará así.
Sin embargo, me vale la pena para hacer una reflexión acerca del comportamiento humano. Ante un error nos comportamos de manera muy diferente si lo hace otra persona o uno mismo. Si el fallo es nuestro tratamos de quitarle importancia mientras que nos afecta mucho si es de otra persona. Lo más curioso, aunque no tanto, es que las personas especialmente intolerantes a los errores ajenos y perfeccionistas hasta el absurdo no son especialmente críticos con sus propios errores. Es decir, que todos manifestamos aquello que se llama el gen egoísta y tendemos a mirarnos de manera especialmente benévola.
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